Bogotá: Café, historia y realismo mágico en una ciudad cerca de las nubes

Bogotá: Café, historia y realismo mágico en una ciudad cerca de las nubes

Si Bogotá fuera una mujer, creo que se parecería a Catherine Siachoque o Julia Roberts porque, ahora que lo pienso, la capital colombiana tiene esa enigmática belleza clásica y elegante; que no la exime de ser inteligente, fuerte y decidida.

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Apenas bajas del avión en «El Dorado», es posible sentir la energía de su leyenda. La solemnidad del silencio mientras caminas hacia los cubículos de Migración sobre un piso que evoca al oro, y las pequeñas luces blancas que como estrellas lo iluminan; te invitan a imaginar la ceremonia de iniciación de caciques Muiscas en la laguna de Guatavita.

El aeropuerto de la megápolis colombiana es grande y moderno. No en vano fue reconocido en marzo de 2016 como el mejor terminal aéreo de Suramérica. En un pequeño pero acogedor establecimiento bajo su techo, nos detuvimos a desayunar.

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«Por favor tráiganos un tinto, un té con leche y un café», escuché en la mesa de al lado. Para mi sorpresa, cuando el mesonero trajo el pedido, no trajo ni una sola copa, sino tres tazas. «Pero le han pedido un tinto», pensé. «¿Será que aquí toman vino en taza?».

Nada más lejos de la realidad. En Bogotá un tinto es un café negro, sencillo y normal. La expresión «café tinto» se usaba hace años para diferenciarlo de otros tipos de café; pero con el tiempo quedó solo en «tinto».

Decidimos celebrar nuestras primeras horas en el segundo productor mundial de café, degustando un tinto con sabor a amaneceres nublados y aroma a tierra mojada. Fue así, como si se tratara de un cuento de hadas tropical, que nos embarcamos en la piragua tachonada de luz y de leyenda de Guillermo Cubillos; para iniciar nuestro viaje por la cuna de Nariño y su «Arcano sublime de la Filantropía».

Bogotá es una de las ciudades más importantes del continente y la piedra angular del llamado «Triángulo de Oro» colombiano, conformado también por Cali y Medellín. La zona geográfica delimitada por estas tres ciudades concentra el 56 por ciento de la población del país y produce el 77 por ciento del famoso café de la tierra del vallenato y el merecumbé.



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Para descubrirla, nos hospedamos cerca del «Parque de la 93», en un hotel de la calle 94. Mi primer gran acto de supina ignorancia al entrar a la habitación fue preguntar: ¿Dónde se enciende el aire acondicionado? La verdad es que 14 grados de temperatura promedio parecen suficientes para prescindir de estos artefactos.

En nuestro primer paseo fuimos al cerro de Monserrate, ubicado a 3.152 metros sobre el nivel del mar en la cordillera oriental colombiana. Se estima que tiene 16 millones de años y hasta mediados del siglo XVII era conocido como «cerro de Las Nieves».

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En los años mil seiscientos (cuando el tirano mandó), en la cima de este cerro con forma de dientes, fue construida una ermita que se bautizó con el nombre de de Nuestra Señora de la Cruz de Monserrate; pero la imagen de un «Señor Caído» tallado por el escultor Pedro Lugo de Albarracín, se hizo muy popular y querida entre los lugareños.

Aunque el cerro conservó el nombre de la Patrona de Cataluña, en 1920 la ermita fue remplazada por la «Basílica Santuario del Señor Caído de Monserrate», a donde se puede llegar caminando, por teleférico o por funicular.

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Desde el cerro se contempla, majestuosa y apacible, la grandiosa ciudad de Bogotá. «Por allí andaban los señores del Virreinato de Nueva Granada», le comento a Enrique mientras recupero un poco de aire. «Los amos del valle, pues». Desde la estación del funicular hasta la iglesia hay un empinado tramo que recorrer a pie, además llueve y el frío hace de las suyas.

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Abundan las opciones gastronómicas pero, en la búsqueda de algo que nos reencontrara con el calor, nos atrevimos a probar un «canelazo». Fue la decisión correcta. Jamás el papelón (panela), la canela y el aguardiente habían hecho un trio erótico tan perfecto.

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Al bajar del cerro tomamos un taxi hasta el hotel y el conductor nos estafó. Al momento de pagar le entregamos 50 mil pesos. Nos dijo que no tenía cambio así que devolvió el billete y le dimos otro de menor denominación. Fue muy tarde cuando advertimos que el billete que nos dio de vuelta no fue el mismo que le dimos en un principio, sino uno falso.

Esa noche varias personas nos explicaron que lamentablemente era algo muy común, por lo que es recomendable marcar los billetes o anotar sus seriales, antes de dárselos a un taxista.

Superado el amargo trago con un par de cervezas Club Colombia rojas en la barra del hotel, al día siguiente nos adentramos en el Centro Histórico de Bogotá; un valioso patrimonio que incluye hermosas iglesias, interesantes museos, imponentes plazas y casas coloniales con rasgos típicos de la época.

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A este sector pertenece el barrio La Candelaria, que parece sacado de un álbum de fotos del mismísimo Louis Daguerre. Este rincón bogotano está lleno de nostalgia, expresiones artísticas y tradición popular. Al caminar por sus calles estrechas y empinadas es fácil imaginar una escena de libro de historia, con carretas, caballos y sonoros gritos de libertad.

En la calle 10 con carrera 5 está el Palacio de San Carlos. En la película The Liberator, el venezolano Edgar Ramírez da vida al Simón Bolívar que saltó por una de sus ventanas para salvar su vida durante la conspiración septembrina.

Al pasar frente a la actual sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia, es inevitable recordar las primeras escenas de esta película de 2013, en las que la Manuelita convence a Simón de huir porque «no hay gloria en una muerte estúpida».

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El corazón de La Candelaria palpita lleno de historias que se niegan a morir. Sus calles son un lienzo emocionante en el que las esquinas parecen evocar al nortesantandereano «hombre de las leyes». ¿Qué habrá pasado realmente entre Santander y Bolívar?

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Seguimos nuestro camino rumbo al Museo del Oro, donde se exhibe la colección de orfebrería prehispánica más grande del mundo; en la esquina de la calle 16 con carrera quinta.

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Cada pieza es una invitación a descubrir un mito, a imaginar cómo vivía toda una raza antigua de pies descalzos y de sueños blancos. Todo comenzó con el famoso «poporo quimbaya», una pieza de arte precolombino adquirida por el Banco de la República en 1939. Actualmente la colección cuenta con casi 60 mil objetos entre piezas de orfebrería, textiles y cerámica.

Al recorrer los alrededores es inevitable conectarse con esa Bogotá cotidiana, llena de rasgos cosmopolitas y autóctonos en permanente comunión perfecta. Es como contemplar una florecita rockera o una casa en el aire.

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Algo que no sabía y descubrí ese día es que Colombia no solo es el principal productor de flores del mundo, sino también el país con la mayor cantidad de minas de esmeraldas.

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Después de admirar el verde sublime de estas piedras preciosas en varias vitrinas de la Atenas suramericana, llegamos al «Museo Botero», en la calle 11 de La Candelaria. Una curiosidad sobre Fernando Botero es que, además de pintor, escultor y dibujante, es un coleccionista de arte empedernido.

El artista no solo donó a la ciudad obras de su autoría, sino parte de sus tesoros personales, entre los que se incluyen pinturas de Monet, Boudin, Pissarro y Degas, entre otros.

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Al lado del museo funciona la Casa de Moneda de Colombia, que fue fundada en el siglo XVII. En 1975, esta ceca fue declarada monumento nacional y actualmente alberga la colección numismática y de arte del Banco de la República.

Después de un par de cafés, seguimos nuestro recorrido hasta los pies del Monserrate, donde está la «Quinta de Bolívar», una casa-museo que fue propiedad del Libertador durante 10 años, aunque la habitó por poco tiempo.

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Muchos artículos personales del héroe universal cuyos ejércitos no conquistaron, sino que liberaron naciones, se exhiben en esta casa donde Manuelita llenó de detalles el corazón del guerrero. Fue aquí donde el donaire de la ecuatoriana le dio paz a la agitada alma del General venezolano, viudo de María Teresa y hombre de las dificultades.

Llegó la noche y con ella una oportunidad para salir a disfrutar los sabores de Bogotá y el Parque de la 93 parece ofrecerlo todo. Inaugurado en junio de 1995, es un parque público ubicado al norte de Bogotá, entre las calles 93 A y 93 B de Chapinero; y es un punto de encuentro para el arte y la cultura, flanqueado por bares, restaurantes y cafés.

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A los encantos de Bogotá Beer Company, The London Calling, Postigo y Friday’s cedimos irremediablemente. La movida nocturna es vibrante y elitesca. El sonido de las jarras de cerveza elaborada por artesanos locales inunda los espacios, mientras el crepitar de los mecheros sube la temperatura.

Como decía el autor colombiano más grande de todos los tiempos: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla». De mi viaje a Bogotá recuerdo la sofisticada esencia de una ciudad con personalidad y carácter.

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Lo decía el Gabo y lo repito yo, «la primera condición del realismo mágico, como su nombre lo indica, es que sea un hecho rigurosamente cierto que, sin embargo, parece fantástico». Una Bogotá rigurosamente cierta, luce moderna y provocadora, sofisticada y tradicional; real y fantástica como Macondo, mágica y eterna como sus leyendas, profunda e intensa como su café. Hasta pronto Bogotá, no encuentro forma alguna de olvidarte porque seguir amándote es inevitable.

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