Sobrevivir al calor del verano en Madrid ¡y no morir en el intento!

Sobrevivir al calor del verano en Madrid ¡y no morir en el intento!

La capital española es, sin duda, una de las ciudades más impresionantes del mundo, con una arquitectura preciosa, una vida nocturna espectacular, comida deliciosa en cada esquina y gente amable en todas partes. Sin embargo, su clima no es precisamente uno de sus mejores atributos.

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Salgo de casa y mi vecina, la misma que nos tiene acostumbrados a las estridencias sonoras de su activa vida sexual, me saluda con entusiasmo mientras aspira el coche antes de irse de vacaciones. «¡Nos vamos a la playa!», me comenta. «¿Vosotros a dónde vais este verano?»

Se dice que «de Madrid al cielo». Una verdad absoluta… En primavera sus parques y plazas son un espectáculo para la vista, bajo un cielo brillante que resalta el color de las flores. En otoño sus calles se visten de sepia y la atmósfera se refresca con la lluvia que el cielo regala. En invierno la ciudad se vuelve dulce magia y fiesta nocturna bajo el manto negro de su cielo estrellado.

En verano, sin embargo, es difícil explicar con palabras románticas lo cerca que está Madrid del cielo, porque está «tan cerca» que el sol amenaza con dejarse caer sobre la superficie para derretir todo a su paso; como si toda la ciudad estuviera dentro de un horno de piedra con las brasas encendidas.

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Camino hacia la parada del autobús sosteniendo una botella de agua congelada, que se derrite a la velocidad de la mantequilla fresca sobre el pan recién horneado. Trato de ir un poco más de prisa, pero mi cuerpo no reacciona. Mientras me seco los ojos empapados de sudor para recuperar un poco de visibilidad; voy sintiendo como cada célula de mi epidermis se quema, cual filete crudo que se estampa contra una sartén caliente, con sonidito chirriante y todo.

Como si estuviera vagando por el desierto comienzo a tener visiones… ¿Será real aquella bola de paja seca que viene rodando hacia mí, mientras escucho a lo lejos el melodioso silbido del viejo oeste que generalmente las acompaña? Resulta ser una señora con un perrito (de esos chiquitos, peludos y feos), que no parece tener intención de contestar la llamada que tan insistentemente suena en su teléfono con repique de Carmina Burana.

Con la poca voluntad que me queda para vivir, llego a la parada… que está misteriosamente sola. Cuando la unidad de transporte se divisa a lo lejos, comienzan a aparecer pasajeros de debajo de las piedras. Como los oscuros personajes que acechaban a Will Smith en la película Soy Leyenda, de las sombras que proporcionan los árboles, los comercios cercanos y hasta los bancos de la plaza; salen abruptamente en impresionante estampida.

Aunque no parece haber espacio para nadie más, las 20 personas que pretendemos abordar logramos subir al autobús. En el interior de la cápsula de metal que sobre ruedas nos transporta se respira una especie de aire viciado, que incluso hasta se puede ver (no miento) por su característico color verde aceituna.



El aire acondicionado hace lo que puede, pero no es suficiente. El reflejo del sol en los vidrios transparentes del autobús transmite el calor por conducción y por radiación. Pocos minutos después, la temperatura deja de ser el mayor de los problemas. El baño sauna inevitable es realmente maravilloso cuando lo comparas con el sufrimiento al que es sometido el sentido del olfato, durante los 30 minutos que dura el trayecto.

El olor que proviene de algunas axilas sudorosas es sencillamente vomitivo, de esos por los que llevaría con gusto una camiseta con la frase: «el desodorante no mata, úsalo». El aroma (por no llamarlo «la peste») es una mezcla entre vapor de coliflor hervido, cebolla podrida, cloaca newyorkina y azufre.

Llegamos a la última parada y todavía tengo que caminar ocho cuadras más hasta mi destino. Gracias al Creador puedo respirar de nuevo. Tomo el último sorbo de agua que queda en la botella mientras tarareo en mi mente la melodía que Bernard Herrmann compuso para la película Psicosis.

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Finalmente estoy en la sede del instituto donde hago mi curso todas las tardes, sintiendo como mis órganos internos se cocinan poco a poco. Entro al salón y consigo las ventanas cerradas y el aire acondicionado apagado. Comienzo a sentir desesperación genuina, los latidos del corazón se aceleran, las lágrimas brotan sin poder controlarlo… ¡Por el amor de Diooos!, ¿dónde está el control remoto del aire acondicionaaadooo?

Finalmente consigo el mando en la recepción. Enciendo el aparato, me siento justo debajo y comienzo a rezar en silencio pidiendo la Santísima Trinidad que el corazón no me estalle. Saco de la cartera una toalla húmeda y comienzo a secar mi rostro. Con los ojos aún cerrados escucho llegar a varios de mis compañeros madrileños.

No han venido en limosina, ni en la parte de atrás de un camión frigorífico. Han venido en motocicleta, en metro, en autobús e, incluso, caminando. Sin embargo, las primeras palabras que intercambian conmigo son: «Uyyy pero esto está fresquito, ¡nos vamos a enfermar aquí! ¿Quién ha encendido ese aparato? ¡Madre mía, me estoy helando!, pero si el aire acondicionado es perjudicial para los riñones y me pega en los huesos de la muñeca, por favor, apágalo bonita, que nos quieres matar».

El teléfono indica que la temperatura exterior es de 40 grados centígrados. Trago grueso y hago mi mayor esfuerzo por contener la transformación en Mumm-Ra (sí, el inmortal) que experimento por generación espontánea. Ni siquiera trato de hacerlos entrar en razón. No merece la pena.

Las siguientes cinco horas las dedico a concentrarme en mis respiraciones. A lo lejos escucho sonidos que me recuerdan a la maestra de Charlie Brown. Es la profesora explicando algo sobre lo que no tengo la más mínima idea. Sin embargo, es imposible prestar atención. Concentrarme en algo que no sea evitar un desmayo inminente sería el primer paso en el camino que conduce al lado oscuro.

Afortunadamente el verano dura solo tres meses. El agua del grifo está caliente, la ropa dentro del armario parece recién salida de una secadora, la comida pesada está descartada y el vino tinto es una pócima mortal servida del caldero de una bruja de cuentos de hadas.

Quizás el próximo año haga lo mismo que mi vecina y me vaya a la playa para evitar una muerte prematura… Por lo pronto, hemos tenido una idea maravillosa y decidimos comprar boletos de AVE para pasar un par de días a principios de agosto en Sevilla, a pocos kilómetros de Córdoba y Écija, el famoso «sartén de Europa».

Obviamente no fue una decisión sensata pero quizás sirva para aclimatarme. A lo mejor cuando esté de regreso en Madrid resulta que me bajo del tren gritando por toda la estación: «Uyyy pero esto está fresquito, ¡nos vamos a enfermar aquí!… ¡Madre mía, me estoy helando!…»

Por: María José Flores