Un viaje de regreso a casa y amarga impotencia en Maiquetía

Un viaje de regreso a casa y amargos tragos de impotencia en Maiquetía

Llegó la hora de volver a casa. Montaña, vino y bohemia van quedando atrás mientras llegamos al aeropuerto de Santiago de Chile. Son las cuatro de la mañana y el hambre, aburrida como estaba durante el trayecto hasta Pudahuel, toca a la puerta con ganas de salir a jugar.

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Al pasar los controles de seguridad, un área de embarque que apenas se despierta nos recibe como quien no se resigna a cerrar los ojos y dejarse llevar. Así fue como, entre artesanías, recuerdos, llaveros, camisetas y moais de mil tamaños y colores, llegamos a Patagonia Café.

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El cappuccino lo pedí por decencia, porque la excusa de que fuera «el de la despedida» podría haberme hecho parecer fuera de contexto si me tomaba una copa de Carmenere antes de que el sol saliera.

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Sin embargo, en la mesa junto a nosotros no tuvieron el mismo pudor. Desde mi asiento los escuchaba prometiéndose volver, mientras brindaban con un tinto que parecía brillar entre las luces del local. «Cosas de Chile», pensé, mientras disfrutaba cada bocado de mi empanada de ave palta.

La espera en el Aeropuerto Internacional Comodoro Arturo Merino Benítez es deliciosa. Todo luce impecable y al fondo se oye música de piano. Un Starbucks, un Dunkin’ Donuts y decenas de tiendas con cosas exquisitas y detalles para regalar hacen que el tiempo pase rápidamente.

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A las siete de la mañana llegó el momento de embarcar rumbo a Bogotá. Debo decir que el Boeing 787 de Avianca es tremendamente cómodo, incluso en la clase turista.

Este tipo de aviones, apodados «Dreamliner», son de fuselaje ancho y tienen doble pasillo. Quizás su característica más significativa es que consumen 20 por ciento menos combustible que otras aeronaves similares. Sin embargo, yo diría que lo mejor que tienen son esos asientos anchos y con suficiente espacio para evitar una embolia arterial o un ataque de pánico.

El sistema de entretenimiento del avión es otro nivel. Es marzo de 2016 y en la pantalla táctil que tengo frente a mi asiento puedo ver el episodio siete de la Guerra de las Galaxias, apenas tres meses después de su estreno mundial.

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Además de películas, series de televisión, noticias, conciertos y hasta información relacionada con el vuelo, el sistema incluye una opción de chat asiento a asiento que, cualquiera con un queso viejo-verdoso bien añejo (de esos que revelan una edad biológica o mental en etapa de pre pubertad) podría utilizar para lo que en mi tierra llaman «chancear». Afortunadamente incluye la opción de bloquear acosadores y desubicados que aparezcan en el momento.

Por supuesto que, en un vuelo de más de cinco horas, te da tiempo de leer un poco y hasta dormir; pero lo mejor del viaje fue el servicio y la amabilidad de todo el personal de Avianca que, al menos en nuestro caso, superó toda expectativa.

Al llegar a Bogotá bajamos del avión y pasamos seguridad sin problemas; aunque debo confesar que después de haber visto varios capítulos de «Alerta Aeropuerto» (el programa de Nat Geo) caminaba por los pasillos de El Dorado con una especie de angustia surrealista, esperando la captura casi cinematográfica de algún delincuente justo frente a mis ojos.

En el Xue Café frente a la puerta 34 del terminal internacional me tomé otro cappuccino. Enrique pidió unas empanadas de pollo y carne que estaban divinas. El sabor nos hizo sentir felices  porque nos recordaba que ya estábamos más cerca de casa.

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La puerta de embarque era la 52-A. Si alguna vez les toca esperar frente a esa puerta, prepárense psicológicamente. Lo primero que deben saber es que hay que bajar unas escaleras y, allí, todo el glamour del aeropuerto se desvanece mientras sientes que vas llegando a una especie de gallinero, sin suficiente espacio para tanta gente y tanto bullicio.

El sueño me hacía cabecear. Pero el escándalo y la incomodidad me ahogaban como en una pesadilla. Están abordando pasajeros con destino a Punta Cana y, en la parte de afuera, había como tres autobuses esperando a personas que no terminan de aparecer.

«Pasajeros a Quito», «pasajeros a San José», gritaban a todo pulmón las chicas de las distintas aerolíneas, mientras una fila de personas que tenían otros destinos esperaban de pie en medio de los pasillos, ocupando espacios con maletas, bolsos, abrigos y carritos para bebés.

Después de un breve retraso, a las 2:40 de la tarde Dios se apiadó de nosotros y finalmente abordamos el autobús rumbo al avión, donde nos sentamos al lado de una pareja de amables señores que también venían de Santiago de Chile y, al igual que nosotros, se dirigían al estado Anzoátegui, en Venezuela.

Atando cabos en medio de la conversación, y para mi total sorpresa, descubrimos que el señor fue mi ortodoncista cuando era niña. La situación me llenó de flashbacks en los que me veía junto a mi mamá tomando el microbús para ir a la consulta, y las decenas de veces que me ayudó a hacer la tarea del colegio en aquella sala de espera, en la que amorosamente me acompañó todas las veces que fueron necesarias hasta que los dientes me quedaran “derechitos”.

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A las 3:15 alzamos vuelo, 56 minutos después de la hora prevista. Media hora después nos trajeron un sándwich de pan de centeno con jamón y queso que todavía echaba humo. Enrique y yo pedimos café, para no perder la costumbre. El avión estaba casi vacío y viaje fue placentero.

En el camino leí el primer libro de Gabriel García Márquez que no me dejó suspirando de placer intelectual. Soy entusiasta admiradora de su obra pero, en el caso de «Memorias de mis putas tristes«, el realismo no me resultó tan mágico. Supongo que, como dice el austriaco Daniel Glattauer, «escribir es como besar, pero sin labios» y, la verdad sea dicha; no todos los besos de la persona que amas son siempre iguales.

Al llegar a Venezuela pasamos por Migración rápidamente, pero las maletas tardaron una eternidad en salir y nunca nos dijeron por cual cinta debíamos esperarlas. El desorden era total. Al recibirlas y pasar por la aduana corrimos por todo el pasillo que une la terminal internacional con la nacional ya que, debido al retraso que sufrimos en Bogotá, estábamos sobre la hora para abordar el avión que nos traería desde Maiquetía hasta Barcelona.

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Con el corazón en la mano llegamos al counter de la aerolínea Laser. Casi no podíamos respirar después del esfuerzo sobrehumano de correr arrastrando cuatro maletas y en el aeropuerto no estaba funcionando el aire acondicionado, aparentemente como medida de ahorro energético.

El joven que nos atendió nos advirtió que estaba prohibido transportar alimentos en las maletas, así que entregué mi equipaje con una sensación de impotencia y pánico completamente absurda; pensando que una bolsita de leche en polvo y dos latas de atún que había comprado en Santiago de Chile, me podrían hacer pasar la noche en la cárcel o algo así.

«La semana pasada a un señor lo llamaron para revisarle el equipaje porque le detectaron una salsa de tomate», nos contó el muchacho como quien se refería a un descubrimiento arqueológico o al hallazgo de un nuevo sistema solar. «Se le informó que eso era un acto de contrabando y que el producto no podía ser transportado por avión, así que el señor sacó la botella y la rompió dentro de una papelera para botarla».

Entre el calor que no me dejaba pensar claramente, el cansancio que estaba comenzando a pasar factura y el estado decadente, anárquico, tormentoso y desesperado de aquel recinto, estuve a punto de explotar. Intenté comprar un agua mineral, pero no había. A decir verdad, no había nada frío que tomar que no tuviera cantidades groseras de azúcar o amargas dosis de impotencia.

El edificio del aeropuerto nacional lucía como si el mismísimo Saurón hubiese posado sobre él la furiosa llamarada de su ojo. Hasta las luces hacían ver todo más opaco, se sentía un sopor estremecido por el caos y los rostros agresivos en un universo menguante. Yo me negaba a encontrar todo mal, a ver solo cosas negativas. Comencé a preguntarme si no estaba predispuesta. Traté hallar algo a lo que aferrarme, pero al menos en ese momento no fue posible. A lo lejos escuchaba a pasajeros reclamando cambios de horarios sin avisar, maletas extraviadas, suspiros altisonantes de personas de todas las edades en quejas preñadas de rabia y desesperanza.

Los taxistas piratas tenían esa actitud acosadora e invasiva, los encargados de locales gruñían como respuesta a los saludos. El calor, el terrible calor era asfixiante, enloquecedor y, con la angustia, llegó la paranoia, la necesidad de agarrar bien fuerte la cartera, de mirar alrededor en actitud de alerta como en los Juegos del Hambre.

Pasamos al área de embarque. A las 7:30 de la noche abordamos por la puerta seis. En el avión no cabía un solo pasajero más. Una hora después estábamos en Barcelona.

Bajamos de la aeronave y caminamos por la pista como en la recreación de una escena de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la terminal luce más organizada que de costumbre, los baños están deteriorados y la única correa para las maletas parece sacada de una película de Drácula.

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Mis padres nos esperaban en la puerta de salida, acompañados por los perros callejeros que ya parecen ser las mascotas oficiales del aeropuerto anzoatiguense.

Que las paredes no estén terminadas todavía, ayuda a sobrellevar el hecho de que tampoco hay aire acondicionado; porque en una ciudad donde las temperaturas pueden alcanzar los 41 grados centígrados, un aeropuerto que se jacta de ser internacional no está climatizado y las escaleras mecánicas no funcionan (ideal para viajeros cansados, personas mayores y equipajes de mano sin rueditas).

La buena noticia es que al fin estamos en casa. A pesar de que fue un viaje espectacular, extrañaba la comodidad del hogar. De Chile me traje recuerdos inolvidables y experiencias que me encantaría volver a disfrutar; pues cualquier país recibe turistas curiosos que, por una popularidad circunstancial, llegan por primera vez a conocerlo; pero solo aquellos donde el visitante se siente plenamente feliz son los que dejan sembradas en su corazón estas ganas de volver una y otra vez. Nos vemos pronto Santiago, para tomarnos un vinito.

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