Así fuimos a recibir una cálida Navidad a orillas del Mediterráneo

Así fue nuestro viaje en tren para recibir una cálida Navidad a orillas del Mediterráneo

Diciembre llegó sin que me diera cuenta. A medida que transcurrían los últimos días del año; una Madrid llena de luces, villancicos y turrones no dejaba de recordarme esos dulces tiempos de mi infancia, en los que el último mes del año era una fiesta.

Lo dijo Norman Vincent Peale: «La Navidad agita una varita mágica sobre el mundo, y por eso, todo es más suave y más hermoso». En esta oportunidad, a Enrique y a mí nos sorprendió entre la alegría de un sueño conquistado y la ilusión de muchos por conquistar.

La mañana del 24 de diciembre tomamos un Renfe que apuntaba hacia el Mar Mediterráneo, dándole a nuestros pasos ese significado especial que para nosotros tiene la Nochebuena: el de compartir en familia.

Como si de aquella famosa canción de Los Prisioneros se tratara, agarramos nuestro «tren al sur» de España y poco después del mediodía estábamos en la «Muy Ilustre, Fiel y Siempre Heroica Ciudad de Alicante», título que ostenta desde 1490.

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Casi cinco horas de viaje en tren, con una muy breve escala en un nebuloso pueblo de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha; sirvieron para descubrir la belleza rural de la geografía peninsular. Campos dorados se extendían frente a nuestros ojos, coronados por carreteras infinitas, a los pies de árboles desnudos que desafiaban el frío.

Esta comunidad autónoma posee casi 700 mil hectáreas destinadas al cultivo de la vid y, en honor a la verdad, los vinos de la tierra de los molinos tienen un lugar privilegiado en mi lista de preferidos. Durante el recorrido también logramos divisar algunos generadores de energía eólica, en sintonía con el hecho de que Castilla-La Mancha ocupa uno de los primeros lugares en producción de energías limpias en toda España.

El amplio ventanal dejaba ver tierras cuidadosamente aradas y, en cada estación, los vagones se preñaban de personajes e historias con acentos y culturas diversas. Parejas, familias con niños y viajeros solitarios de todas las edades subían y bajaban en Aranjuez, Villasequilla, Villacañas, Quero y Alcázar de San Juan, donde hicimos el transbordo. El viaje siguió luego por Campo de Criptana, Socuellamos, Villarrobledo, La Roda de Albacete, Albacete-Los Llanos, Almansa, Villena y Elda-Petrer, hasta llegar a Alicante.

En la espaciosa y luminosa estación de Renfe en Alicante, nos esperaba Paco, el primo de Enrique y un anfitrión de lujo; para llevarnos a su casa en Gran Alacant, un barrio español en el municipio de Santa Pola que, en ocasiones, me recordaba la Lechería de mi juventud, aunque muchísimo más grande y bastante más tranquilo.



Un pequeño paseo por Alicante, antes de subir a Gran Alacant, fue suficiente para contagiarnos de esa atmosfera playera que bien merece una canción de UB-40 como soundtrack. Esta bella ciudad portuaria en el corazón de la Costa Blanca, cuna del escritor Gabriel Miró; es la segunda más habitada de la comunidad valenciana y sede de la Oficina de Armonización del Mercado Interior de la Unión Europea.

Finalmente seguimos la ruta hacia Gran Alacant. El clima era benevolente y la luz del sol bañaba de brillo la fachada de las urbanizaciones. Las sinuosas calles y el cálido silencio inspiraban tranquilidad y sosiego. De camino a casa de Paco nos detuvimos en un supermercado Lidl por dos de nuestros imprescindibles: vino y queso. Puede que sea un pueblo pequeño, pero es posible conseguir de todo.

Después de saludar a la familia y presentar nuestros respetos a las princesas Victoria y Flavia (las dos bellísimas hijas de Paco y Angie), nos fuimos hasta el faro de Santa Pola, levantado sobre la torre de la Atalayola (una antigua atalaya de origen romano), a unos a 138 metros de altura sobre el nivel del mar.

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En las adyacencias del faro, un mirador con plataforma de rejilla que nos suspendía en el aire sobre un acantilado frente al mar, nos regaló vértigo y risas. La emoción de caminar junto a las niñas por aquella especie de «puente en el aire» llegó a su punto más alto cuando levantamos la mirada y pudimos contemplar el reino de Neptuno en todo su esplendor. Allí estaba, con la calma de quien duerme un sueño infinito, el hermosísimo Mar Mediterráneo… poderoso, magnífico y eterno.

Poco antes del ocaso es capaz de fundirse con el cielo en una cascada de rosas. Después de tanto soñarlo, finalmente lo tenía frente a mí. Siempre he pensado que en sus orillas ha debido encontrarse el Edén y que sus aguas profundas bendicen a quienes lo rodean, en el fulgurante turquesa con el que Dios colorea el lienzo de sus aguas.

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A unas once millas náuticas del Camino del Cabo se divisa la isla de Nueva Tabarca, la más grande de la Comunidad Valenciana y la única habitada. En el pasado, este paraíso en medio del mar fue un refugio de piratas berberiscos y, tiempo después, las orgullosas murallas que rodean su pequeña ciudad fueron declaradas «Conjunto Histórico Artístico y Bien de Interés Cultural».

En este video pueden ver otras fotos que hicimos de Gran Alacant y Santa Pola, y del viaje en Tren

Esa noche celebramos la Navidad en casa de Desiré y Lulo. La cena y los anfitriones no pudieron ser mejores. Al día siguiente, con un cielo radiante y la característica brisa fresca que salpica los inviernos en el Levante español, nos fuimos a conocer el núcleo urbano de Santa Pola.

En el centro, las estrechas calles revelan un escenario costero donde el verano se empeña en ser recordado. En la costa, un largo bulevar rinde homenaje a ese horizonte que se pierde en las amables aguas del segundo mar interior más grande del mundo; mientras decenas de bares y restaurantes ofrecen un lugar en primera fila a quienes deseen brindar por la ocasión de contemplarlo.

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Las marinas llenas de veleros, con mástiles que señalaban el rumbo de las gaviotas, dejaban espacio frente a los muelles para las embarcaciones tipo catamarán encargadas de trasladar pasajeros a Tabarca donde, según la tradición, desembarcó el mismísimo San Pablo.

Me sorprendió ver a tantos niños en las calles, corriendo y gritando como si no existiera mañana, felices estrenando sus juguetes, comiendo dulces, posando junto a sus padres para una foto o tratando de perseguir a las palomas. Me enamoraron, muy especialmente, los tantísimos perros de todas las razas, tamaños y colores que se paseaban altivos sobre los adoquines del paseo, mientras atrapaban miradas curiosas de los más pequeños (y las mías, que me babeaba de amor y comenzaba a hablarles chiquitico).

Es que en Santa Pola la vida parece tener una energía especial. En este pedacito de Alicante la existencia gira en torno al mar, que susurra gallardo su canción infinita; y día tras día se muestra imponente en el dorado amanecer que le derrama el astro rey, para luego vestirse de negro bajo una enigmática luna de plata.

La mañana del 26 de diciembre regresamos a Madrid. El itinerario del tren nos permitió dar un pequeño paseo a pie por Alcázar de San Juan. Descubrimos que, a pesar del intenso frío, es un pueblo muy acogedor. En torno a este lugar existe cierta polémica, ya que algunos investigadores defienden la hipótesis de que el autor de Don Quijote realmente nació en esta comunidad manchega.

Estábamos en Madrid antes de que la noche cayera sobre la Villa y Corte. Con nuestras maletas a cuestas, nos dejamos absorber de nuevo por la hermosa vorágine de su Metro, sus calles abarrotadas, su frío inquietante y su noche seductora y multicolor. De Gran Alacant y Santa Pola nos trajimos la magnífica imagen de un azul infinito y la alegría de quienes celebran su vida junto al mar, plenos y con el corazón contento.

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