Madrid: Las letras universales en el bar de la esquina

Madrid: Las letras universales en el bar de la esquina

Cuando era niña, las monjas del colegio donde estudiaba tenían ese característico acento que te hace pensar en corridas de toros, pasodobles y sevillanas. Durante los años en los que estudié bachillerato (secundaria) me divertía la travesura de imitar su forma de hablar, pero la verdad es que jamás logré ir más allá de un efusivo «vengaaa» y un desubicado «tíaaa».

En los libros de educación artística, historia universal, religión y literatura que con ellas leí durante mi niñez y adolescencia, siempre encontré información que me fue llenando de curiosidad y respeto por ese país que desde entonces tuve como referencia cultural para muchas cosas. Especialmente después de hacerme fan de un par de obras de Cervantes, Unamuno y García Lorca.

Recuerdo que durante la época en la que leía a García Márquez y Gallegos, me fascinaba encontrar similitudes y diferencias entre los autores latinoamericanos y los españoles porque, bueno, yo siempre he sido así de ociosa.

Quien me conoce sabe que el realismo mágico es mi movimiento literario más admirado y que considero al Gabo una especie de RockStar; que me enamora el vanguardismo pre-surrealista de José Antonio Ramos Sucre y que, si tuviera que vivir mi vida según la obra de algún poeta, sería Pablo Neruda.

Pero las letras españolas siempre tuvieron algo que me llamó la atención. A medida que fui madurando (reconozco que no ha sido mucho) me identificaba con costumbres y situaciones de las que fui conociendo mientras fantaseaba con las andanzas del ingenioso hidalgo, entre otros personajes.

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Desde el pícaro Lazarillo de Tormes o la hedonista Celestina, hasta el despreciable Don Juan Tenorio; las obras literarias Made in Spain van dejando en quien las lee esas ganas de acompañar el paso por sus páginas con un tinto de la Ribera del Duero.

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Es quizás ese sabor a vino y su perfecto maridaje con el jamón de la sierra, que se siente como brisa tibia en medio del invierno; la sensación más recurrente al evocar las imágenes, sonidos, colores, aromas y texturas que se desprenden de las líneas de estos y muchos otros clásicos de las letras ibéricas.

Soñar escenarios en los que estos personajes interactuaban y soltaban elocuentes frases con facilidad pasmosa, tenía que ver inevitablemente con un cantinero como testigo, emociones líquidas en vasitos de barro y una barra manchada por las marcas que tantas copas habían dejado a su paso, de una mano a otra; sobre el característico olor de la madera oscura y abrillantada.



Y es que no podía ser de otra manera, si recordamos que uno de los elementos más distintivos de la cultura española es el compendio de comportamientos, mensajes, significados, tradiciones, costumbres, suposiciones y hasta leyendas en torno a los bares típicos y lo que muchos llaman «cultura del bar».

No en vano, España es el país de la Unión Europea con más bares por habitantes y, a pesar de la crisis económica (que cada vez se nota menos) en muchas ocasiones es difícil conseguir una mesa disponible. Decía George Brassens que «el mejor vino no es necesariamente el más caro, sino el que se comparte» y, si nos guiamos por esta referencia, podemos asegurar sin temor a equivocarnos que los españoles tienen el mejor vino del mundo.

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En las mesas de un mismo bar da lo mismo ver a un grupo de jóvenes tatuados, que exhiben con orgullo piercings y calaveras plateadas colgadas del cuello; que ancianos con su típico abrigo en tonos ocres y gorras de lana planas con cuadritos. En torno a las copas de mil colores y tamaños, el comportamiento suele trascender generaciones y revelar al unísono la consecuencia inevitable de la fermentación de la uva o la cebada: la sensación de que la vida es buena y la felicidad no es una montaña que se conquista sino una manera de escalarla.

Así descubro que el maridaje perfecto de una caña bien tirada es la rebelión de Augusto contra su no-existencia en la «Niebla» de Miguel de Unamuno; y nada mejor para acompañar un Tempranillo de Rioja que el Duende que nació de la evocación popular, flamenca y taurina de Federico, el de Fuente Vaqueros.

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Claro que el ambiente del bar no siempre permite entregarse a metáforas preñadas de eñes con concentración de equilibrista ruso, especialmente si el equipo local va perdiendo por un gol en el minuto 81. Pero siempre tenemos la opción de la entrañable terracita, que entre el bullicio de quienes solucionan todos los problemas del mundo a palmazos sobre las mesas, permite sentir el denso azul del cielo madrileño o sus diminutas estrellas dando destellos en la noche.

En un bar típico español no falta la tragaperras, con su aspecto vintage de señora rebelde, y la tortilla de la casa sobre el pedacito de pan. ¿Cuántos autores estarán preñando ahora mismo su imaginario personal con personajes adictos al pimiento de piquillo, la sobrasada o los bocatas de calamares, mientras el vermú los seduce sobre la barra?

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Y venga que no es lo mismo tomarse ese gin-tonic en casa que en el bar de la esquina, donde se discute la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, los términos del contrato de Cristiano Ronaldo y la eficacia del té de lechuga para la acidez, todo al mismo tiempo.

Por allá me pareció ver a Miguel. De vez en cuando viene a tomarse una copa en el bar de la esquina, casi siempre se sienta con Alonso y Sancho, que saben escoger buenas tapas. Ese tinto que llena furioso las copas entre sus manos celebra satisfecho la victoria sobre los molinos. Ya mañana el viento les traerá otros.

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